Lisboa

Si me preguntaran “¿cómo es Lisboa?” sería un tanto complicado responder a tan sencilla pregunta; y, sin embargo, las palabras que hacen parte de una descripción justa son las que detallan los patrones y figuras bicolor que forman las rocas en las calzadas, calles y callejones; el contraste del azul celeste con el blanco y amarillo que dominan en los edificios de tejas coloradas; la topografía ondulante y serpenteada por caminos estrechos, delineados por edificios vestidos con azulejos; la frescura del Atlántico castigada por el incesante sol veraniego; y también los lamentos armónicos que brotan de la guitarra cuando habla en fado.

            Diría que Lisboa huele a carbón, carne asada y sardina en las fiestas de San Antonio. Que sabe a café y pastel de nata por las mañanas, a vino y bacalao por las noches. Agregaría también, la frescura de una galería de follajes frondosos que se hace sentir al paso de la Avenida Liberdade y el crujir de las ruedas metálicas que anuncia al tranvía abriéndose paso sobre los rieles pareados que suben y bajan por la Ciudad de las Siete Colinas, la ciudad que es horizonte sinuoso enmarcado por el azul del Tejo y el índigo de las alturas.

            Si me preguntaran por lugares para visitar, “sostendría” los que Tabucchi conoció antes que yo: Terreiro do Paso, Praça da Alegria, Avenida Liberdade, Rua da Saudade —en donde la nostalgia romana de Olissipo emana del suelo—, Sé de Lisboa, Igreja das Mercês, Praça Luís de Camões…

            Y si le preguntaran a los lisboetas, ellos sencillamente dirían que “cheira bem, cheira a Lisboa”.

Amadora, julio 2017

 

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